jueves, 1 de abril de 2010

Memorias de alguien que ya se fue: FASCINACION


Todo debió de empezar como un juego inocente.

Nacido yo. Debí de ser como un muñeco en sus manos de niña curiosa cuyos juegos derivaban hacia sentimientos maternales instintivos que, más tarde, evolucionarían hacia sensaciones más escabrosas. En lo que yo puedo recordar, nunca tuvimos reparos en mostrarnos, el uno al otro, con absoluta libertad estética sin limites a la mutua curiosidad infantil. Con el tiempo fue adquiriendo esta costumbre cierto secretismo cómplice que, tratábamos de esconder a las miradas de los demás.

Fuera cual fuese el juego que iniciábamos terminaba en nuestros escondites habituales, fuese el pajar, el granero o el pesebre de las mulas, con el riesgo de ser pisoteados por estas.


Al quedar solos en su casa nos pasábamos las horas muertas dándonos encontronazos, tras la consiguiente carrera, recayendo el golpe sobre nuestros órganos, una y mil veces, como si de un duelo entre machos cabríos se tratase. Esta complicidad complaciente, cada vez era más y más fuerte, ocupándonos el tiempo hasta tal extremo que, en mi primera niñez, no tuve amigos ni compañeros de juegos, entregándonos a nuestras peligrosas practicas en cuerpo y alma todo el tiempo que no estábamos en la escuela.

En estas condiciones tuve, podríamos llamar la dicha, de observar la evolución y transformación de su cuerpo desgarbado de niña, en un espléndido y deslumbrante cuerpo de mujer. A la eclosión de sus senos, empezaron a aflorar sus primeros cabellos en las axilas y el pubis que, se cubrieron en un abrir y cerrar de ojos, de un sedoso y ensortijado pelo negro. Sus prominentes pechos ponían de manifiesto que tenía entre mis manos una mujer en toda su plenitud fisiológica que tenía toda la libertad de hacerme patente el volcánico fuego que rugía en sus entrañas sin reparo alguno. Por mi parte. Prematuramente desarrollado, era el perfecto consuelo, sin riesgos, a su ansiedad devoradora.

En primavera, cuando había frutos en el huerto. íbamos juntos a coger higos, albaricoques, moras u otros frutos, y nos escondíamos entre juncos y zarzales, pasándonos todo el tiempo manoseándonos y dándonos el pico como dos Periquitos.

Las primeras noches de la guerra, siempre preparábamos juntos el común escondite entre las mieses de los campos donde pasábamos la noche acurrucados como dos atemorizados cervatillos.

Ya en plena guerra, nuestros encuentros se hacen intermitentes debido a los desplazamientos de las familias. Pero en los reencuentros nos las arreglábamos para escapar al escondite más cercano donde dar rienda suelta a aquella dependencia que teníamos el uno del otro. Estábamos tan confabulados, que creo que nadie sospechaba de nuestros trapicheos. Solo así se explica que con trece años yo, y dieciséis ella, nos acostaran en la misma cama ( uno a los pies, y otro en la cabecera ) durante una visita que nos hicieron. Nuestro encuentro fue tan violento que mi problema de fimosis quedó resuelto esa noche, con el consiguiente derrame de sangre que supongo pondría en guardia a nuestras madres que, tras la reprimenda, le harían saber el riesgo que corrían nuestros juegos con la proximidad de mis primeras eyaculaciones.

Yo daba por mutuos aquellos sentimientos aceptando nuestro futuro unidos. Pero............ ¡Vana ilusión...!

A partir de aquella noche. Jamás dejó que me acercara a ella, dejándome sumido en el más absoluto desengaño.

Sin fe. Destrozado y sin amigos, por haberle dedicado a ella exclusivamente todas las horas de mi infancia. Inmerso en la más profunda tristeza, llegué a descuidar hasta mi aseo personal, relegándome al más absoluto ostracismo que me hacía un ser abominable.

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