En la Plaza Vieja un grupo de niños de edades en torno a los 15 años juegan y charlan animadamente. La puerta se ha hinchado con la humedad y me cuesta abrirla, por fin en casa tras una intensa jornada con los abuelos en Zaragoza, abro las contraventanas me gusta ver la perspectiva de la calle que se pierde entre la niebla.
Los chicos de la plaza
siguen su animada conversación y encaminan sus pasos hacia la calle mayor, al
cruzar por el cajero uno de ellos se apercibe de la presencia del indigente y
corre a decírselo a los otros, vuelven sobre sus pasos y se asoman a los
cristales uno de ellos va al contenedor de las basuras por una caja de cartón
que pone sobre su cabeza, como si de un cabezudo se tratase; abre la puerta del
cajero le grita al indigente y sale corriendo entre las risas del grupo.
Se repite la acción varias veces, me siento molesto y siento
vergüenza ajena, abro la ventana para decirles algo pero ya salen corriendo y desaparecen
por la calle mayor, parece que todo ha quedado en una broma pesada y la calle recupera un silencio que se pierde en la niebla.
Apenas han pasado unos
minutos y reaparecen de nuevo el grupo de chicos, esta vez cada uno de los lleva un palo en la mano, una vara. Según se van acercando al cajero donde esta el indifente se van poniendo
la capuchas para ocultar sus rostros. Me recuerda algunas escenas de la Naranja Mecánica.
No hay tiempo para pensar. Cuando estan a punto de abrir la puerta del cajero, el valiente de grupos encapuchados con sus varas les llamamos la atención y salen corriendo.
Probablemente su intención solo era apalear a una persona y echarse unas risas; nada más divertido que apalear a una persona cuyo único delito es no tener donde cobijarse.
Triste mirada y más triste aún el que nuestros hijos tengan estas reacciones mientras nosotros seguimos
mirando al televisor o mientras tomamos unas cañas con los amigos en el bar de al lado.
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