sábado, 6 de febrero de 2010

El Retratista y la calle del crimen


Si una mujer se atreviera a decir las calles que ama, yo diría sólo una: la calle Alfonso. Esta que aquí ven, con sus farolas, sus tiendas de ropa, sus cafés de ahora mismo y a la vez de otro tiempo, y la Basílica imponente al fondo. Debía ser la calle que siempre he querido borrar de mi cabeza. Aquí, en una taberna, ocurrió el suceso que ha marcado mi vida. Me llamo Soledad, Soledad a secas, hace tiempo que no cuento mi edad y que he olvidado mis apellidos porque los llevaba cambiados. Nací en Quinto de Ebro. Pongamos que mi madre se llamó Salomé Guillén y que tuvo un desliz inesperado. Felizmente casada, sucumbió a un hechizo ajeno. Apenas me dijo que se quedó prendada del fotógrafo que le hizo una foto de fiestas del Pilar con un fondo de barcas pintadas y de gigantes y cabezudos.



Él se empeñó en repetir varias tomas, fue esa la manera de decirle que no le pasaba inadvertida. Que ella no era una más, con el traje regional, en el ojo del objetivo. Un día, el retratista apareció en Quinto de Ebro con motivo de un reportaje. Reapareció dos días después. Y concertaron las primeras citas. Al principio, eran los encuentros del artista y la musa; luego, los de los amantes que se ocultan y se exigen y se desviven con una pasión tan febril como pecaminosa o prohibida. No era fácil entonces pasar inadvertidos y acabaron por levantar sospechas.

El principal afectado siempre es el último en enterarse, pero se entera. Alguien se lo dice. El marido de mi madre se percató y constató el engaño. Hubo reproches, agrias discusiones, intercambio de golpes entre los cónyuges. Pero las citas continuaban con nuevo sigilo. Ahora, los amantes sabían que se habían instalado en el abismo. El peligro era constante, pero lo sorteaban, hasta que se produjo ese momento en que las palabras parecen no servir y un solo gesto ilumina el destino. Y lo precipita o lo saja de cuajo. Eso hizo su marido. Con la rabia sorda de aquel a quien han transformado en intruso, con la ira de aquel a quien han dejado sin respuestas, humillado y ofendido, buscó su oportunidad.


La encontró en un café de esta calle. En realidad, en un café de Plaza de Sas, que se ensancha en un lateral de la calle Alfonso. Vio de espaldas al fotógrafo, avanzó y no le dio tiempo a nada. Le disparó, dos o tres veces, y se fue. El que debía ser mi padre partió en dirección al calabozo y el que iba a serlo de veras, sin que nadie lo supiera aún, acabó en el cementerio. Mi vida no ha tenido demasiados consuelos: algunos recuerdos inventados, como éste tal vez, y algunos retratos de mi madre tomados por el hombre que la enamoró en unas fiestas del Pilar, aquí, en un estudio de la calle Alfonso.

El fotografo Lucas Cepero fallece en Zaragoza el 12 de noviembre de 1924

Relato públicado por Antón Castro

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